martes, 8 de febrero de 2011

Bitácora de viajes en el mismo lugar - La Península Gris

En un país lejano, muuuuy lejano, existe una aldea llamada Península Gris.
No se sabe bien por qué lleva ese nombre, porque no hay ninguna península cerca, aunque tal vez se deba al pertinaz aislamiento crónico que exhiben sus habitanes tal y como si fuera una virtud.
Si por azar llegara a pasar un caminante –y sería efectivamente por azar, porque las rutas y caminos jamás indican la ubicación exacta de Penin, como la llaman sus pobladores en la intimidad- y por obra de una contingencia especial decidiera quedarse un tiempo, el que fuera, encontraría una obstinada cerrazón frente al forastero. Nadie le indicaría dónde alojarse, ni dónde obtener una comida razonablemente sustanciosa, a pesar de que en el lugar hay una variada oferta gastronómica, producto de una señora adinerada y aburrida de la comunidad se dedica a enseñar a cocinar a los igualmente aburridos hijos de los peninsulares. Éstos luego instalan costosos restaurantes a costillas de sus sufridos padres, locales que terminan cerrando a los seis meses puesto que los lugareños sólo siguen visitando los mismos dos o tres de siempre, invariablemente en la primera cuadra del Boulevard Illia, cosa de no alejarse mucho de aquello que llaman “el centro”, y que parece poseer dos características: un imán extraordinario para los habitantes, y la misma insistencia en permanecer acotado en tres cuadras.
Las penurias del visitante no terminarían allí, porque nadie tampoco le avisaría del flagelo que soporta la aldea: Impedimenta.
Impedimenta es un engendro, un monstruo, una mezcla entre dragón y artefacto infernal que lleva varios siglos asolando la región. Su presencia no es materialmente comprobable, por lo que nadie sabe a ciencia cierta si es grande o pequeño, si lanza fuego por algún orificio o huele a azufre (aunque esto último podría sospecharse, a juzgar por el horrible sabor y aroma de las aguas del lugar). Lo que sí es evidente para cualquier historiador o mero observador de la realidad es su efecto demoledor sobre las aspiraciones y esperanzas de los pobladores: las destruye efectivamente ni bien asoman.
Un ejemplo: en Península Gris se practica un deporte llamado Encestamiento de la Tosca, que combina la facilidad de los peninsulares para saltar alto –quizás con intenciones de huir, quién sabe- y el aprovechamiento de las piedras calizas que constituyen el ingrediente principal del paisaje grisalla. En esa disciplina se ha destacado internacionalmente Massimiliano Buonanotte, un joven deportista que logró colocar el nombre de Penin en los titulares mundiales, jugando en equipos de gran renombre, y revitalizando la práctica para las nuevas generaciones. A tal punto, que se planteó la evidente necesidad de contar en la localidad con un estadio donde se pudiera practicar ese y otros muchos deportes que mantienen ocupados a los jóvenes y entretenidos a sus mayores. Ni bien Impedimenta supo de la iniciativa –hay rumores de que cuenta con informantes entre los propios integrantes del Consejo de Ancianos, institución que viene rigiendo los destinos de los grises desde hace generaciones gracias a un mecanismo de adherencia a los sitiales de decisión- puso en marcha su rutina sigilosa pero inexorable: aterrorizar a los notables con sueños terribles en los que habría gente entrando y saliendo de la aldea, ensuciando los prolijos caminos de… tosca, claro, que se mantienen limpios gracias a la sobrepoblación de empleados de la alcaldía, y contaminando la atmósfera impoluta que se sostiene libre de gérmenes extraños por obra y gracia de Chemical Company, impresionante complejo industrial que rodea el pueblo y nadie sabe qué hace, salvo regalar guardapolvos a los escolares una vez por año. Los notables se despertaban sudorosos y asustados, creyendo que la decisión de no levantar el estadio era propia y no por obra de Impedimenta, y por lo tanto, un día sí y otro también, el proyecto sigue durmiendo.
Los forasteros huirían a los pocos días, hartos de intentar entablar conversación con los nativos infructuosamente, y espantados ante el ominoso accionar de Impedimenta… y los peninsulares, de poder darse cuenta de la situación, seguramente los seguirían… pero Impedimenta les hace creer que viven en el mejor lugar del mundo. Y si se preguntan acerca de quién fue el que me contó este y otros muchos relatos del lugar, les contesto lo que él me dijo cuando lo interrogué acerca de por qué se quedaba allí: … es que los muertos están en cautiverio, parafraseó, y no nos dejan salir del cementerio.

martes, 25 de enero de 2011

EL ATROZ ENCANTO DE SER BAHIENSES

La receta es la siguiente –lápiz y papel, señora, señor-:
Busquen en el mapa del mundo, planisferio como lo pedíamos en las librerías confiando en que el librero sí sabría qué quería decir, cerremos los ojos, demos media vuelta y con el dedito que nos escarbamos la nariz, marquemos un punto. Abrimos los ojos y ¡voilà!, nos tocó Bahía Blanca.
Es costa, pero no tiene mar. Ni mar, ni playa, ni nada. Si queremos comer pescado fresco o langostinos de mirada brillante, hay que hacer unos quince, veinte kilómetros y llegarnos hasta Ingeniero White, que sí es un puerto como Dios manda, con cantinas, marineros borrachos y chicas ligeras en varios idiomas. No nos van a dejar entrar al puerto propiamente dicho, porque se supone que si miramos fijo a un carguero lleno de… ¿soja? estaremos atentando contra la seguridad nacional, pero bueno, comimos rico, y los sábados y domingos, hay tortas en el Museo. Y si queremos playa, 120 kilómetros y podemos optar por el pueblecito pintoresco pero las horribles playas de Pehuen Co, o las hermosas playas pero la espantosa arquitectura de Monte Hermoso. Eso sí, en ambos lugares nos está esperando el Comité de Bienvenida Oficial, compuesto por el dúo cómico Aguaviva y Sudestada, que amenizan alternadamente nuestras sufridas vacaciones. Sin mencionar la presencia constante de esa otra especie en constante reproducción, Los Bahienses en Traje de Baño.
Estamos recostados en las sierras, pero no somos sierra. Mucho menos que sierra somos. Un pozo, si se fijan bien cuando se entra a la ciudad por uno de sus ingresos… el cementerio (esa sola imagen me exime de comentarios). Hay sierra, claro, pero para llegar a ella hay que hacerse también unos cuantos kilómetros… y entonces sí, arroyitos, la ventana que ya no está, alfajores caseros, cabañitas carísimas, hoteles venidos a menos… y la otra variante de la misma especie, Los Bahienses con Sombrero Tejano y Borcegos.
El clima es extremista, y ya les voy adelantando que es lo único extremista que hay. En verano, como ahora, 39º como si nada, que derriten hasta a los loritos que habitualmente musicalizan nuestros amaneceres y atardeceres con su ruidoso modo de tratar problemáticas familiares. En invierno, -10º justo justo a la hora que había que ir al colegio, escarchándonos hasta los mocos. Nuestro querido viento, que tan famosos nos ha hecho, y que con sus adorables ráfagas de 120 km por hora ha provocado más de un papelón, exhibiendo impúdicamente calzones al aire. Eso sí, humedad no hay. Por lo tanto, tampoco vegetación, excepto los míticos tamariscos, que con su habilidad para prenderse a cualquier cosa nos han servido para apodar con ese nombre a las señoritas fáciles de cada generación. Hay también cardos rusos, de esos que vemos rodar en las polvorientas calles de los westerns, placer que acá se nos niega porque se los lleva el viento antes de que digamos “Clint Eastwood”. Ah, me olvidaba, polvo también hay… tierra más bien. Mucha. ¿Y el agua? Han tocado ustedes un punto sensible de nuestra bahiensitud. Tenemos un dique cuyo nombre ya debería habernos anunciado la que se vendría, se llama Paso de las Piedras, y eso es precisamente lo único que pasa ahí, piedras, a veces adornadas con maravillosas algas indigeribles (pero ya estamos mutando, no desesperéis). Nos dijeron que con ese dique viviríamos felices por siempre, llenando pelopinchos a rebalsar y bañándonos hasta percudirnos… Hoy bebemos algo que no es ni inodoro, ni incoloro ni insípido. La factura tampoco lo es, pero hay que pagarla igual, no sea cosa que un día, el agua se decida a volver y nos encuentre morosos.
Y llegamos a la mejor parte. Nuestra envidiable situación de Puerta y Puerto del Sur Argentino (¿quién habrá sido el perverso que acuñó esa frase tragicómica?) hace que estemos rodeados por una entente militarista, lo que supondrán ha venido limando nuestra escasa inclinación democrática. Está el Comando Vº Cuerpo de Ejército, absurdamente ubicado frente a uno de los más conocidos hoteles de pareja de la ciudad, generando una convivencia imposible entre bigotudos esquemáticos y amantes de paso. Y la Base Naval de Puerto Belgrano, una especie de Disneylandia para elegidos, una mini ciudad estilo Tudor que fuera mantenida a fuerza de soldadesca obligatoria y ahora languidece mustia y descuidada. A su costado, casi como una rémora de esas que colean sobre las ballenas comiéndole los bichitos molestos, yace Punta Alta. Con los puntaltenses sostenemos una silenciosa e inútil rivalidad, casi como las Springfield y Shelbyville de Los Simpson –obviamente, nosotros somos Springfield, sorry vecinos- Nos ponemos frenéticos cuando algún despistado osa decir “ah, Bahía Blanca, Punta Alta, lo mismo”, como si nos hubieran mentado al Diablo. Por ahí también está la Base de Infantería de Marina Baterías, con una playa lindísima en la que se lucen por igual bikinis de las princesas de la Gran Familia Naval y camouflados en maniobras. Y por el mismo precio les entregamos la Base Aeronaval Comandante Espora en la que sobreviven tenaces muchachos que prefieren volar aviones de guerra vetustos y sin nafta antes que ser pilotos de una línea aérea privada (qué quieren, mi viejo era uno de ellos, no los puedo criticar demasiado).
Y si tanto uniforme no les lavó todavía el cerebro, les cuento que habemos un importante diario, cuyo conservadorismo es tal que festeja los advenimientos de gobiernos militares de facto y enlutece sus vidrieras al llegar la molesta democracia. Las castas sociales son rígidas e infranqueables: si naciste hijo de médico, serás médico y heredarás los hijos de los pacientes de tu padre, ojito con ser comerciante o artista (esto último ni se menciona, a lo sumo se susurra en reuniones secretas, como una maldición)
Y con todos estos ingredientes, mis queridos lectores, armen una ciudad, intenten ser librepensadores, amar sin condicionamientos y sostener la alegría porque sí… les deseo mucha suerte, la van a necesitar, ¡viven en la chacra asfaltada!

jueves, 20 de enero de 2011

La fama es una histérica depresiva

Agárrense que arranco culta.
“Fama” es un término que se empezó a usar en lengua castellana hace como diez siglos, pero ya venía. Del latín, donde se decía igualito pero con pollera de gajos de cuero o sábana enrollada, según Hollywood, y quería decir “noticia, rumor”. Y como ya sabemos, y si no se los voy a ir contando en mi estilo preciosista, los romanos no sólo se trajeron las estatuas y las aceitunas de Grecia, sino también las palabras (yo me pregunto, antes, ¿cómo hablaban?) En griego quiere decir hablar, anoticiar, comentar.
O sea, la fama es que hablen. El conocido “ladran, Sancho, señal que cabalgamos” del querido Quijote, que una tarde de hastío estudiantil adapté en “lanzan, Chancho, señal que han bebido mucho” de puro aburrida.
El que quiere fama sueña con que lo conozcan, que comenten de su vida, que lo saluden por la calle, que le pidan autógrafos, y sobre todo, que los ex compañeros de colegio y antiguos vecinos del barrio, se enteren… porque eso de ser profeta en la tierra de uno es primordial a la hora de la celebridad.
Todo este tema de soñar con la notoriedad, a la luz de los últimos tiempos, me ha despertado un par de reflexiones. Y yo no soy mujer de guardar reflexiones, miren si se me desreflexionan (el programita este delator de la compu ya me está advirtiendo que desreflexionar no existe, qué me importa, el artículo es mío y lo escribo como quiero). Así que se las cuento.
Una es el curioso proceso de aquellos que, en sus primeras apariciones públicas, ruborosos y transpirados, declaran no poder creer lo que están viviendo, que es su sueño hecho realidad, que al fin llegan, que estarán por siempre agradecidos a Zutano y Mengano por la oportunidad que les dieron (aclaración de ex periodista farandulera: Zutano y Mengano jamás son los verdaderos responsables del ingreso a las tapas de revistas, y en caso de ser así, si les dieron algo, seguro incluye alguna clase de acceso carnal). Bien. Van pasando las semanas, los meses, y aquella persona emocionada y agradecida va sufriendo una evidente transformación, casi casi como si hubiera ingerido una extraña droga.
Primero es el pelo: los agarra algún peluquero con ínfulas de ser llamado “estilista” y los transforma de normales en personajes de Dragonball Z, cargando extensiones y apliques que no superarían los detectores de los aeropuertos. Después es la ropa: otro arribista que pasó por una terrible infancia en el barrio por sus inclinaciones homosexuales y su amor por la bijouterie, se erige en “fashion expert” y le empieza a decir qué ponerse, cuándo ponérselo y cómo ponérselo, sin olvidar mencionar en cada ocasión posible las marcas auspiciantes. A esa altura la droga lleva un tiempo importante en el torrente sanguíneo del otrora humilde, y ya se la va creyendo. La metamorfosis continúa con los dos últimos aditamentos infaltables en la vida del famoso: el cirujano plástico y el agente de prensa. El primero se encarga de que el sujeto termine pareciéndose a Chuky, más los labios de Angelina Jolie y los pómulos de la Esfinge . Y el segundo termina la tarea decidiendo qué decir y a quién, y lo que es peor (y sucede casi siempre a espaldas del protagonista) cuánto se cobra por decirlo.
Y un día, aquel que nos conmoviera con su sencillez, ya no está más, y en su lugar no hay una persona de carne y hueso, sino una diva o divo que sufre crisis nerviosas cuando le preguntan si tiene pareja, o se niega a hablar de éxitos y fracasos, y sale corriendo asustado si lo ven haciendo algo tan común como comer, pasear o bailar…porque, según sus propias palabras, “¡no lo dejan vivir!”
El otro concepto que me intriga es el del mérito. Antes la fama era el colofón (consultar diccionario, se me fue el ataque pedagógico) de un largo camino que arrancaba con algún talento particular, sea la actuación, la danza, el canto, el deporte, la escritura, pintura, qué sé yo, algo que destaque. La notoriedad era por lo tanto un accesorio, un bonus que venía casi sin esperarlo, y que tenía que ver directamente con el deseo de que su arte se difundiera. El plus de la celebridad se toleraba con serenidad, esperando que con el tiempo se calmaran las aguas y quedara lo importante, aquello por lo que se habían preparado toda la vida. Supongo que si acá cito a Gran Hermano o cualquier otro reality la comparación se hace clarísima, pero como no les tengo mucha fe, se los detallo: ahora la fama se ha convertido en un fin en sí misma, en el OBJETIVO DE LOS OBJETIVOS. Basta con ver las entrevistas que hacen en los castings de cualquiera de esos programas: todos, sin excepción, manifiestan con un cierto brillo demente en la mirada, que lo único que quieren es ser famosos. Si yo fuera la entrevistadora –y por algo no lo soy- les preguntaría inmediatamente: ¿famoso por qué? Y se quedarían mudos, porque no tienen otra finalidad que esa, la fama. Estar expuestos hasta cuando se ponen un tampón a la vista de todo el mundo durante un par de semanas o, con suerte, meses, y luego, sufrir el acoso de fotógrafos, periodistas y fans. Volver a los orígenes un ratito nada más, si es que la picadora de carne que los contrató se los permite, tanto como para que degusten un segundo la tranquilidad que voluntariamente han perdido, y luego… ¡¡¡¡LA FAMA!!!!
Salir medio en pelotas en revistas, cuya calidad dependerá de los contactos del agente de prensa antes mencionado. Acudir a los programas de chimentos a contar el diámetro de los tampones o la calidad de su absorción, porque todos los demás datos la gente ya los tiene, los vio en todo su esplendor y miseria durante días y días. Vivir de las “presentaciones”, curioso invento que patentiza la decadencia del planeta –iba a poner Occidente, pero me parece que los hermanos asiáticos también se lucen en eso- y consiste en ir a una disco, un boliche, un restaurant o la pulpería de la esquina, y simplemente eso, “presentarse”. Se pasean por una pasarela saludando cual aspirante a reina de la vinagreta de berberechos, se sacan fotos con los marmotas que les hacen corro, y se les paga por eso. Si por casualidad en su entorno quedó alguien de la antigua vida que los quiera en serio y les advierta que se masca la tragedia, bueno, tal vez se aparten a tiempo con un dinerillo que invertirán en suplir el talento que jamás tuvieron y poner algún negocio medianamente lucrativo, donde las mieles de la fama les sacudirán cada tanto unas gotitas dulces al ser reconocidos por algún memorioso. Pero si no… Volvemos al ser torturado del ítem anterior, que se recluye, que escapa, que se emborracha, se empastilla, cambia de sexo, de pareja, de auto, que vive rodeado de una nube de oportunistas conocidos en mi país como “los amigos del campeón”… y que termina pidiendo a voz en cuello que lo dejen vivir en paz.
¿Qué paz, loco? ¿Esa que tenías cuando no eras famoso y lo único que querías era serlo? No te deprimas, hermano… ¡SOS FAMOSO!

sábado, 15 de enero de 2011

La casta de los pangolines

No la emprenderé una vez más con aquello de que “antes, bla bla bla” (aunque me muero de ganas). Además, ustedes no entenderían qué tiene que ver la nostalgia con los pangolines.
Para los que no ven Animal Planet y están pensando en una especie de locos con turbante que deambulan por calles polvorientas anunciando catástrofes o bendiciendo vacas, les cuento. Los pangolines son unos animalitos parecidos a nuestras autóctonas mulitas, también llamados quirquinchos o futuros charangos. Si el lector no es argentino… no sé qué hace leyéndome, pero en fin, un pangolín es como un erizo haaarto crecido, que en lugar de púas tiene unas escamas tipo alcaucil, medio puntudas e inexpugnables.
¿Y a qué viene todo eso?
Haga la prueba, dele. Vaya al cuarto de sus adorables crías, léase hijitos entre 13 y 25 años más o menos, párese cerca de la puerta y grite: ¡¡¡¡Por favor, ayuda!!!! y arroje algo pesado al suelo, como si fuera usted mismo. Espere unos segundos… luego espere unos minutos, después algunos minutos más, y cuando llegue a media hora, dese por vencido. No van a acudir.
Paso 2: irrumpa en el cuarto del o los susodichos. Si logra discernir dónde se encuentran (le aconsejo que use uno de esos sensores térmicos de actividad humana –bueh, humana…- como tenía Depredador) en medio de camas sin tender, medias huérfanas de compañeros, ropas varias con diferentes grados de mugre, puchos de sabe Dios qué, cajitas infelices de hamburguesas a medio comer, envases de diecisiete clases de bebidas gaseosas, e innumerables envoltorios de chicles, todos rodeando el cesto de los papeles, que claro, está vacío salvo por un par de escupidas que sí dieron en el blanco…sigo, si encuentra a sus vástagos, interpélelos ásperamente acerca de su indiferencia filial, tipo: -¿No escuchaste que te llamaba, que te necesitaba? Espere otra interminable tanda de minutos, y el diálogo será algo más o menos así:
-¿Eh?
-¡Que te estaba llamando!
-¿Qué hacés en MI cuarto?
-¡Te estaba llamando, te necesitaba!
-¿Y por qué entraste a MI cuarto?
-Te dije, porque te estuve llamando y nada…
-¿Nada qué, no ves que estaba ocupado?
-¿Ocupado? ¡Si estás como siempre, idiotizado frente a la pantalla de la computadora!
-Estoy bajando “La venganza de los vampiros babeantes”… ¿y vos qué hacés en MI cuarto?
-Te recuerdo que TU cuarto está en MI casa… y ya te dije, te necesitaba
-Ah sorry, TU casa, perdón por respirar, por existir, por estar… Pará, ¿no sonó el timbre? Cierto, TU timbre. ¿Podés ver si llegó MI novia que viene a ocupar un espacio de TU casa? ¿Hay comida?
Les ahorro el resto de la escena, porque sigue toda más o menos así. Y lo mismo si el tema es que usted está llorando, ardiendo de fiebre, ausente todo el fin de semana, o decide separarse de su marido, incluso si el marido es el propio padre de los engendros.
La respuesta será siempre igual: ninguna. Están como los monitos de las estatuitas: no escuchan, no ven, no hablan… con nosotros, claro. La indiferencia que los habita hacia todo lo que no tenga que ver con ese mundo exclusivo que se han creado a nuestra costa, es significativa. Y me recordaron a los animalejos esos.
Los pangolines usan las púas-escamas como medio de defensa. Nuestros hijos ni siquiera las usan, no tienen que defenderse de nadie, porque les hemos allanado tanto el camino que van a ciegas, con la vista fija en el ipod, mp4, blackberry o el culito de adelante. ¿Las escamas? Creen que son mugre, que ya saldrá cuando decidan bañarse… un día de estos.
¡Y nosotros que nos reíamos de las historietas con mutantes!

jueves, 4 de noviembre de 2010

ALBUM DE BODAS - EL SECRETO DE SU OJO

Ustedes ya me han oído decir –los que gozan del tremendo privilegio de mi amistad- en gran cantidad de oportunidades, y con el énfasis necesario según el comentario, que “lo que escribo no necesariamente es autobiográfico”. Bueno, aunque lo que sigue les parezca salido de mi imaginación febril, les juro por todo el cancionero de Joan Manuel Serrat que es verdad.
Eduardo era (y creo que sigue siendo) un tipo alto, buen mozo, seductor, divertido y todo lo demás, pero al llegar a sus verdes ojos, algo no cerraba. Una como ausencia de expresión, un esquivar la mirada, un pestañear desparejo…
En algún momento de mi turbulenta adolescencia me pretendió brevemente, entre novios, haciéndome objeto de un acoso automovilístico que en aquellos años –no sé ahora- se llamaba “hacer la pasadita”: el tipo pasaba y pasaba y pasaba con el auto por la puerta de tu casa hasta que ¡zas! te enganchaba al salir y se ofrecía a llevarte. Bueno, de esa serie de escaramuzas sentimentales rápidamente abortadas por un compromiso matrimonial con un novio persistente y recidivo como las fiebres palúdicas, le había quedado el apodo de “Ojito” por parte de mis creativas amigas. Cada tanto, con el correr de los años, surgía su nombre y las chicas –ya no tan chicas- se preguntaban: ¿qué será de la vida de “Ojito”?
Bueno, Ojito reapareció en mi vida cuando ya había despachado un marido y estaba en ese oscuro período de rehabilitación amorosa en el que no sabemos si queremos repetir, más o menos como cuando se te muere un perro y vienen con la oferta de otro (perdonen la metáfora, jeje). Esta vez no desaprovechó la oportunidad dando vueltas con el auto y se bajó, encaró, insistió y obtuvo una cita. Como ya soy grande y aprendí mucho con los años –y ni les cuento todo lo que olvidé- en esa primera cita abordé el tema con mi inexistente diplomacia, y mirándolo fijamente le dije: Sólo te haré una pregunta: ¿Cuál es el bueno? La historia de qué era lo que le había pasado no viene al caso, la cuestión es que lo que había en el lugar del ojo era una obra maestra de la ciencia oculística (¿se dice así?)… pero no era su ojo. El muchacho era adinerado, y el dato viene al caso porque no es lo mismo uno de cinco pesos, que más se parece a una bolita de las que mi hermano atesoraba de niño y yo escamoteaba en planificadas venganzas, que el que portaba él, que parecía firmado por Miguel Ángel. Ni aún mirándolo a la luz del sol te dabas cuenta de que no era propio. Bueno, propio era, porque lo había pagado. No sólo ese, sino también su correspondiente repuesto. Cada tanto acudía a un centro especializado, donde una serie de… ¿ojólogos? se lo renovaban para que no desentonara con el otro. Uds. me dirán: ¿un ojo puede desentonar con el otro? ¡Si no cantan! No cantan pero se ven, señora, señor… y un tipo de cincuenta con un ojo de treinta y dos queda más o menos como yo con minishort, y no agregaré comentarios.
Bien, Ojito y yo nos casamos, previa advertencia de mi parte acerca de dos situaciones absolutamente prohibidas en la convivencia: tirarse uno (ya saben qué) y sacarse el ojo. Su lacónica respuesta fue: delante de ti no me lo voy a sacar, en cuanto a lo otro, bueno, tirarme no, pero se me puede caer (y no hablaba del ojo).
Yo aporté al matrimonio a mi vástago, por entonces de cuatro o cinco años, y él otros dos, varones también, de nueve y trece, con lo cual se compuso un trío de temer. Otro día les cuento las aventuras y desventuras de ser madre ajena y por unos días. Pero lo curioso en esta historia, además del ojo, es que la mamá de los niños aportados –o sea la ex de Ojito- y yo nos hicimos amigas. Claro, tanto chico que iba y venía, que por favor buscamelo en básquet que no llego, que tenemelo dos días que nos rajamos a la playa, que dale una mano en historia que si no lo mato, que fijate si te quedó alguna camisa de vestir que les vaya chica a los tuyos… hicimos causa común, además de marido, amistad que, despachado el marido que fue, continúa hasta hoy.
Con mi invalorable sentido del humor, acuñé varios apodos para el sujeto, todos referidos a su ojo falso: Polifemo, cíclope, o simplemente voscallatetuerto eran usados a mansalva, para festejo del hijerío mutuo e indiferencia sonriente de él, lo que me aseguraba que me seguía amando, que si no… Yo era consciente de que si continuaba a mi lado era porque sólo me veía medio gorda, medio loca, medio brava, lo que me daba una ventaja interesante.
Ojito había dejado tras de sí al abandonar el hogar matrimonial el ojo de repuesto anterior (no salga sin él) lo que como imaginarán me daba pie para comentarios tipo “el novio de tu ex mujer se debe sentir observado, pobre” y tonterías parecidas.
Una vez de las tantas que se reunía la familia disociada que habíamos compuesto con todos los ex y los vigentes, viene la mamá de los niños (me ha prohibido que la mencione con su nombre, así que Norita, juro que no lo haré) y le dice: Eduardo, a vos te va a parecer muy loco, pero… ¿puedo disponer del ojo que te dejaste en casa? Ojito la miró medio sorprendido (ya sabemos que todo lo veía a medias) y le dijo que sí. No era para una macumba, ella es incapaz de esas cuestiones, sino para una obra de bien, ya que conocía a una mamá que necesitaba una prótesis ocular (nombre culto de lo que todos conocemos como ojo ´e vidrio) para su hijo y ella, adelantándose (y seguro sorprendiendo también a la pobre mujer) se lo había ofrecido. Y allá fue el ojito viejo del Ojito, saliendo por fin del placard donde se encontraba obligado a presenciar escenas escabrosas protagonizadas por la madre de sus hijos y otro señor.
Como el tipo se ve que tenía la costumbre de andar dejando ojos por el camino, al separarnos también se dejó el repuesto en casa. Yo veía la cajita cada vez que buscaba el pasaporte. No me pregunten por qué estaba el coso ese donde yo guardo los documentos importantes. Yo misma desconozco la diversa entidad que le concedo a las cosas, ¡con decirles que en el estante de las especias guardo los recibos de sueldo!
Durante nuestro matrimonio me había negado rotundamente a contemplar el artefacto, cosa que después la escena no actuara negativamente a la hora del sesssso. Imaginen: una revolcándose en los brazos del amado y de pronto, en uno de los habituales piquetes que me hace mi única neurona se me apareciera el repuestito… adiós calentura, y además, imposible de explicar, pobre hombre.
Pero hete aquí que una noche, ya desaparecido el señor de mi estado civil, mi casa y mi presupuesto, estábamos con una amiga mirando tele, cómodamente desparramadas en la enorme cama que el propio Ojito tuvo el buen gusto de dejar también a su paso (la verdad, se la quiso llevar, pero la defendí con mi vida), la loca me dice: che, ¿si miramos el ojo de Eduardo? Total, ahora no te va a dar impresión. Coincidí con ella en que la película era aburridísima y mi vida sexual (que ya no coprotagonizaba Ojito) no correría peligro por ver el adminículo, así que abrí el cajón, abrí la cajita… y saltó la mirada verde y luminosa de Eduardo entre nosotras, tan vívida y carente de imaginación como el antiguo portador del artefacto… las dos pegamos un grito, espantadas (y mire que para espantarnos a nosotras hace falta bastante) y el ojito del Ojito quedó allí, entre el acolchado y las migas de las galletitas, acusándonos de sacrílegas.
Si su ex se deja la faja de la hernia, la redecilla del pelo, la pomada antihemorroidal, o algo igualmente asqueroso como las fotos de su mamá cuando era joven… me surgen dos reflexiones: bien echado que fue el tipo… y ud. también deja bastante que desear a la hora de buscar pareja.
Y lo digo yo, que fui mujer del Ojito.

jueves, 28 de octubre de 2010

Soy la mamá de Peter Pan

Principio universal: la maternidad es maravillosa, un acto trascendental, un sentimiento intransferible, el amor más grande del mundo… bullshit, dirían los amigos de arriba del Río Bravo, y yo no traduciré porque para algo tiene que servir saber malas palabras en otros idiomas.
No es que no sea agradable ver un ser humano que construimos en local propio, que lleva gran parte de nuestros rasgos físicos y dotes naturales, más la cantidad necesaria de defectos que aportó la otra parte. Por lo menos, así funciona cuando una está divorciada del coautor del crimen. Salvadas estas cuestiones, pasemos a las otras.
Los primeros meses de la atención de un hijo implican una larga serie de actividades desagradables, como por ejemplo limpiar caca, recibir –en el caso de los varoncitos- más de un chorro de pis en el rostro cuando estamos ejecutando la tarea anterior, andar durante meses rodeada de un delicado aroma a vómito, que se produce en el momento menos esperado, como ser sobre la blusa de crêpe antes de salir, o en el civil de Mariana sobre el blazer de seda beige, entender que “gugu” significa “quiero de frutilla, la vainilla me parece francamente asquerosa” y “aaaaaba” no es “abuelita linda” sino “esa vieja pintarrajeada me está tapando con sus horribles morisquetas la diversión de las hojas de parra bailarinas de la casa del viejo que anda siempre con ella y tiene mal aliento, correla”.
Pasa esa etapa en la que las madres sólo somos proveedoras de comodidades básicas para la supervivencia, y alcanzamos la fase dos: la educación del engendro. Ahí comienzan las verdaderas pruebas de paciencia: tienen que aprender a caminar, con lo que se convierten en un misil teledirigido hacia los objetos más frágiles (y costosos) que supimos conseguir, llegan hasta los sitios recónditos, y se aparecen en medio de la cena con los jefes del marido munidos del juguetito ese que tenemos bien oculto y que no es precisamente para masajear el cuello, como dice su políticamente correcto folleto. Y como si caminar no fuera lo suficientemente peligroso… HABLAN LOS MALDITOS. Ya no hay que traducir el “glufru” sino explicar por qué llamaron de pronto “vieja pijotera” a nuestra querida y millonaria tía Marta, que no tiene herederos pero tampoco mucamas y viene a leer el diario a casa “para no gastar”.
Llega lo que pensamos que es un alivio, o sea la etapa escolar, pero no, los tormentos sólo cambian de forma y protagonistas. Ya no son las parientas mayores las que nos dictan cátedra sobre cómo debemos vestirlos, alimentarlos y atenderlos, sino una raza maldita conocida universalmente con el nombre de docentes, y que en realidad es una masonería secreta dedicada a destruir cualquier atisbo de orgullo maternal, en vistas a la dominación de la especie por aniquilación de egos. Jovencitas que sólo han visto un pañal en los avisos de la tele nos dicen cómo hemos errado hasta ahora en casi todo. Personalmente lo hacen cada tanto, dependiendo de la aberrante conducta de nuestro vástago, pero se regodean por escrito con su herramienta más poderosa, que los fabricantes de armamentos desconocen y por eso las guerras duran tanto: el cuaderno de comunicados.
Supongamos que ya sorteamos la bebez, la niñez y la escolaridad y hemos salido medianamente indemnes de todas ellas. Y cuando creemos que se comienza a ver una pálida luz de esperanza al final del túnel… el sujeto entra en la adolescencia.
Como ya hemos hablado acá de algunos de los padecimientos que vivimos los padres en esa era oscurantista, no los voy a aburrir. Hoy mi preocupación pasa por un tema en particular: la voluntad férrea con que los malvados se empecinan en permanecer en el bunker llamado adolescencia.
Haciendo memoria, recuerdo que cuando me tocó la pasé bastante bien. Hubo una petit etapa de mugrienta, rápidamente superada en cuanto me di cuenta que el sexo opuesto era interesante y tenía olfato, el colegio era divertido porque estaban mis amigas, se estudiaba poco y el uniforme quedaba lindo, los varones eran granujientos y tímidos, pero bailaban lentos y tenían plata para invitarnos a salir, los hermanos proveían una fuente inagotable de futuros candidatos, y si no, dábamos la vuelta al perro o hacíamos un asalto y algo aparecía. Los padres eran viejísimos y ridículos, pero como no participaban mucho y les respetábamos algunos límites, no pasaba a mayores… pero lo más importante, lo que nos comía el coco de impaciencia, porque significaba un montón de logros accesorios, era SER ADULTOS. No llegaba nunca el tan ansiado momento de manejar, trabajar, mandarnos solos y tener nuestro propio dinero, que nos permitiría rajar oportunamente del nido familiar, al que retornaríamos, claro, cada vez que quisiéramos comida rica y ropa limpia. Y más dinero, obvio.
Hoy es al revés. Los muy guachos se parapetan en la adolescencia, que se ha convertido en una Disneylandia etaria. Enumeremos someramente lo que incluye el pack adolescente: habitación propia, decorada a su gusto, con televisor, equipo de música, computadora, ninguna biblioteca ya que los libros que alguna vez fueron colocados allí con gran ilusión por abuelos y padres han sido reemplazados por colecciones de latas de cerveza que se tumban cada vez que logramos ingresar para pasar un plumero… y mejor que se caigan, porque las que se sostienen en el sitio, Dios sabe qué tienen adentro. Sigo. Baño privado no importa mucho porque no saben para qué se usa. El lavadero es donde se van a fumar porquerías, no a lavar ropa. La ropa es algo que fundamentalmente debe tener una marca específica, cualquiera sea su costo, y que se arroja al piso, ya que algún mecanismo que desconocen opera mientras duermen las catorce horas reglamentarias y aparece limpia y planchada y colgada en el placard, ese mueble que también desconocen y provoca el siguiente comentario: “¿y yo cómo iba a saber que estaba colgada ahí?” Trabajar es algo para que hagan los que ya no son adolescentes, los que viven del otro lado del muro. Total, el dinero que necesitan no es mucho, las chicas hoy se pagan todo, y siempre hay un pei, como llaman a los pesos dolorosa y honradamente ganados por nosotros, para comprar un cigarrillo suelto, una hora del ciber o una docena de facturas en cooperativa. ¿Estudiar? ¡Si recién termino el secundario! Esperate que tengo que pensarlo bien, ¿o qué querés? ¿Un hijo frustrado?
La lista continuaría eternamente, pero no quiero amargarlos, aunque me permitiré una última dosis de vinagre: fuimos nosotros quienes les armamos ese nidito, somos nosotros los que no ponemos límites, somos nosotros los que los miramos dormir plácidamente y sonreímos porque el nene está en casa… o sea, apechuguemos con nuestra obrita, y pensemos, haciendo un segundo de mea culpa: ¿a quién no le gustaría ser Peter Pan?

viernes, 22 de octubre de 2010

"Mudarse en tiempos de seca" -Capítulo Uno-

La lengua castellana es rica en matices y tonalidades. Ella es rica, aunque los castellanoparlantes no.
Por ejemplo, gozamos de la ventaja, compartida con algunos otros países, no muchos, de distinguir entre “ser” y “estar”, lo que no es pavada. Porque no es lo mismo “ser” presa de una locura de amor, que “estar” presa, punto. Ni “ser” cachonda, para vergüenza de nuestra familia, que estarlo, para felicidad de nuestro partenaire. Ser es algo como más permanente, casi casi inamovible, mientras que estar bien puede ser un ratito nomás. No me voy a perder acá en disquisiciones idiomáticas, que me encantan pero no los entretienen.
Porque lo que me sucede es que estoy pobre, pero no lo soy. Veamos. Una serie de malas elecciones (en maridos y empleos, fundamentalmente) hicieron que hoy por hoy goce de mucha libertad de criterio, movimientos y decisiones, pero pocos billetes en las alforjas. Pero como sigo teniendo un placard habitado por pieles costosas, un relox de esox caríximos, casa, auto y perfume importado, colijo (ven, hasta educación refinada tuve) que no soy pobre.
Pero a la hora de mudarse… ¡vaya que se nota!
Una cosa es mudarse con plata, o sea: llamar a una de esas empresas que te empacan todo, con cartelitos primorosos y cajas elegantes, te lo llevan, te lo acomodan y ordenan en el nuevo destino, que te recibe pintado, encerado y encortinado, y luego de dos relajantes noches de hotel entrás y tenés hasta la carne al horno con papas y el flan casero esperándote en la mesa con mantel planchado y servilletas al tono.
Y otra, muuuuuuuuy ooooooootra, es hacerlo sin el vil metal, o con escasas cantidades de él. Les cuento: la casa donde me mudo es mía (tanto a favor) pero calculo que fue construida cuando los hermanos aborígenes tehuelches eran los orgullosos pobladores del territorio (ahora les decimos “hermanos” pero en esos tiempos los corríamos con cañones, y ya se sabe, cañón mata lanza tehuelche… y tehuelche también) Es viejita mi casa, la pobre. Grande, luminosa, mucho patio, jardín, parrales, sombra bienhechora para el verano, calidez en invierno, habitaciones amplias, cielorrasos de madera, pisos sólidos, bla bla bla… así me la vendieron, por eso me acuerdo. Todo eso… pero vieja.
Antes que yo la habitaron mis inquilinos, una pareja gay que rompió con todos los estereotipos del tema y resultaron más mugrientos y desordenados que Lindsay Lohan y Amy Winehouse juntas de juerga. De recuerdo me dejaron las paredes pintadas de un rosa chicle estridente e incombinable con muebles provenzales (que arrastro de mi antigua vida de no pobre) y un inexplicable boquete en el piso de la cocina, por el que parecen haberse escapado todos los internos de la cárcel local… por el tamaño, calculo que lo hicieron con éxito, y mucho equipaje. Eso sí, se llevaron –los inquilinos, no los presos- la cocina, dos calefactores, y los medidores de gas y luz. Supongo que no lo hicieron con mala voluntad, y eso porque a la hora de suponer, soy bastante tarada, no cabe otra posibilidad.
Las empresas que te llevan y te traen los muebles, a juzgar por el precio que cobran, deberían llevarlos en limousine y lustrarlos en destino, pero no, te los arrojan donde se les da la gana y todavía te los miran despreciativamente, como diciendo “mirá que juntaste porquerías en la vida, eh”. Una trata de que se apuren, porque cobran por hora, pero ellos estudian el espacio disponible en el vehículo como si recién lo conocieran, con brazos cruzados y expresión preocupada… preocupada estoy yo que les tengo que pagar, grito silenciosamente para mis tripas.
Por fin dejan todo y se van, y una, zigzagueando entre cajas que dicen (de mi puño y letra) “OJO, FRÁGIL RECONTRAFRÁGIL- SI ME LO TOCÁS TE MATO-” y ahora están sepultadas debajo de otras tres que dicen “PESADO DALE SIN ASCO, TOTAL TIENE HERRAMIENTAS QUE ERAN DE MI EX”, descubre que las copas de la abuela serán objeto mañana de un melancólico comentario tipo “te acordás de cuando había doce” y que las cartas de poker nunca volverán a tener los cuatro comodines…
Falta contarles la odisea de la reinstalación de los medidores, la maravillosa e invalorable colaboración de mi hijo adolescente y sus adolecedores amigos, que a cada incursión decían: che, qué bueno que está para una joda… con lo cual a mí la mueca de agradecimiento maternal y promesa de futuras tortas de chocolate y milanesas con puré se me iba trocando en expresión alerta y autoritaria, de esas que jamás me han dado resultado, para qué negarlo.
Por ahora los dejo, tengo que desarmar la alacena, conseguir un gasista, encontrar las patas de la cama, guardar la ropa de invierno, suplicar a los albañiles, constatar que no me hayan robado el medidor antes de que lleguen las huestes de la compañía de electricidad… y sacar un pasaje a Larecalcadapelvisdelamangosta, paraje desierto y lejano donde la palabra “mudanza” no figura en el vocabulario… chau chau, les dejé comida en la heladera… disfrútenla… si encuentran la heladera… jeje.